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La supuesta entrada al interior de la Tierra, en el Polo Norte, captada por un satélite de la agencia espacial rusa
La supuesta entrada al interior de la Tierra, en el Polo Norte, captada por un satélite de la agencia espacial rusa

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Hace tiempo, durante una clase de física en una prestigiosa universidad norteamericana, alguien lanzaba esta pregunta, así, a bocajarro.

Había visto en algún libro, o en algún vídeo de YouTube, que durante una prospección de petróleo en Rusia el taladro se había detenido a 12 Km. de profundidad, encontrándose con un “sonido a hueco”, o algo así.

Lo cual, según el autor del trabajo, era la prueba contundente de que la Tierra, simplemente, estaría hueca. Luego, claro está, seguían las teorías conspirativas. Según las cuales, sólo se busca ocultar la verdad.

El profesor, un catedrático de física con cierto renombre, se quedó tan perplejo ante la pregunta que, en un primer momento, sólo pudo proferir un tímido: “¡Por supuesto que no!”..

Más tarde, cuando recuperó la plena posesión de sus facultades mentales, se le ocurrieron un par de razones de peso, nunca mejor dicho, sencillas y que, seguramente, todos podrían entender, para demostrar que la idea de marras es una gran tontería. Tan grande como un planeta, ¡vaya!

“Antes que nada”, explicaba el buen hombre, “debemos responder a la siguiente pregunta: ¿Cómo podemos saber cuánto pesa la Tierra?”

“Pensándolo un poco, para averiguar la masa de los objetos en el mundo que nos rodea, los pesamos en una báscula, es decir, medimos la fuerza, el peso, con que los atrae el planeta que tenemos bajo nuestros pies”.

“Pero, ¿qué sucedería si lo que se quiere pesar es el propio planeta?”, preguntó. “La cuestión, es tan poco trivial, que no fue resuelta del todo hasta finales del siglo XVIII”.

Anteriormente, se habían producido experiencias para comprobarlo, pero no fueron del todo definitivas.

“Todas, se aproximaban en cierto modo al valor real, pero no fue sino hasta que el físico británico, Henry Cavendish, hizo una medición precisa, utilizando una versión modificada de la balanza de torsión de Coulomb, que se pudo conocer el dato con exactitud”, agregó.

“¿Cómo funciona esta balanza? Muy sencillo. Visualicen una vara muy larga, de 180 centímetros, suspendida horizontalmente de un hilo que pasa por su centro. En cada extremo de la vara se cuelga una pequeña esfera de plomo con una masa conocida, 730 gramos, de forma que la vara entera está en equilibrio, suspendida sobre el suelo”, explicó, tratando que fuera lo más grafico posible.

“A su alrededor, construimos una carcasa de vidrio, para aislar la vara de perturbaciones molestas como puedan ser las corrientes de aire. Ahora, imaginen que situamos una esfera de plomo, mucho mayor, 158 kilogramos, a tan sólo 23 centímetros de una de las esferas pequeñas, y otra igual de grande a la misma distancia de la otra esfera pequeña, pero en el lado opuesto de la jaula de vidrio”, siguió.

“Pues bien, cada esfera grande atraerá a su homóloga pequeña cercana por atracción gravitatoria, de manera que la vara entera se desviará, realizará un movimiento de torsión alrededor del hilo del que está suspendida, desde su posición original, describiendo un ángulo muy, muy pequeño, pero posible de medir”, expuso.

“Mediante este experimento, Cavendish midió la constante de gravitación universal G. El resto, calcular la masa de la Tierra a partir de la aceleración de la gravedad en la superficie del planeta, era coser y cantar. ¿El resultado? Nada más y nada menos que seis cuatrillones de kilogramos. Un 6 seguido por 24 ceros, o 6 x 1024 kilogramos, como usted prefiera. ¡Casi nada!”, decía emocionado, mientras escribía en el pizarrón electrónico la retahíla de ceros.

“¿Podría ser erróneo este resultado?”, volvió a preguntar. “Por supuesto, pero sólo en una cantidad infinitesimal. Desde el experimento de Cavendish, el valor de G se ha medido cientos de veces con gran precisión. La masa de la Tierra, en otras palabras, es la que es, y no otra muy diferente”.

“Supongamos que la Tierra fuera hueca, un cascarón de 6300 kilómetros de radio y 12 kilómetros de espesor. Sabemos su masa y podemos calcular fácilmente su volumen”, teorizaba, a la vez que lanzaba una pregunta con cierto tono de sarcasmo: “¿Recuerdan la fórmula del volumen de una esfera?”.

“Pues se trata simplemente de restar el volumen de la esfera inferior del volumen de la exterior. Este sería de unos 6 trillones de metros cúbicos, o 6 x 1018 m3. En otras palabras, podemos calcular su densidad media, seguro que les suena lo de masa/volumen, que resultaría ser de 1 millón de kilogramos por metro cúbico”, prosiguió con su explicación.

“¡1 millón de kilogramos por metro cúbico! Mil veces más denso que el agua o nuestro cuerpo, 100 veces más que el mercurio o el plomo, y 44 veces más que el Osmio, el elemento más denso de la tabla periódica, de los que no se desintegran en elementos más ligeros antes de poder medirlos”, ilustró muy gráficamente el profesor.

“Así, cada cucharada de corteza terrestre, pesaría la friolera de 15 kilogramos. Esto es un sinsentido, pues, entonces, ¿de qué estaría hecha la corteza terrestre? Tendríamos qué inventarnos elementos nuevos con propiedades mágicas y tejer una conspiración en la que entrarían desde el gremio de enterradores hasta el de geofísicos, mineros y prospectores petrolíferos; ¿todos ellos estarían ocultando la verdaderamente sorprendente realidad?”, exhortó con gran energía.

“Y no sólo eso”, dijo, haciendo un llamado de atención, “vivir en el interior de la esfera, asumiendo que uno puede internarse cual profesor Lindenbrock y compañía en Viaje al centro de la Tierra, no sería todo lo cómodo que uno esperaría: resulta que en el interior de una corteza esférica, el campo gravitatorio se anula. Esto se debe a lo que se conoce como el teorema de Gauss, que, expresado de forma muy rudimentaria, viene a decir que el tirón del trozo de corteza que tienes bajo tus pies se compensa con el de todos los trozos que tienes, más lejos, sobre tu cabeza”.

“Así, lo único que te pegaría a la pared interior de dicha corteza, haciendo las veces de gravedad, sería la fuerza centrífuga del planeta al girar sobre su eje. Una gravedad que sería máxima, 300 veces más débil que la gravedad que experimentamos cotidianamente, ya ven, máxima en la cara interior del ecuador, y que iría disminuyendo de forma progresiva hacia los polos, al mismo tiempo que aumenta la pendiente del paisaje, hasta hacerse completamente vertical”, expuso con la convicción que le daba la suma de sus conocimientos.

“Todo eso por no hablar del campo magnético terrestre, que nos protege del viento solar y produce unas auroras espectaculares. El núcleo interno de la Tierra está rodeado por un océano de hierro líquido que al girar y circular sobre él mismo, genera dicho campo magnético. Como bien pueden imaginar, sin núcleo, no hay campo magnético alguno que nos proteja, con lo que el viento solar barrería la superficie y la atmósfera, destruyendo la capa de ozono y haciendo de la Tierra un planeta del que seria mejor pasar de largo. ¡Adiós vida!”, ironizó

“¿Podemos arreglar el modelo de la Tierra hueca para que ajuste a las observaciones y no nos tomen por locos cuando defendamos nuestra postura y exijamos el respeto que merece? Pues sí. ¡Pero no! Y la culpa es, nada más y nada menos, de la Luna”, se pregunto cáusticamente, tratando de dar una posible oportunidad a la idea.

“La explicación: podemos añadirle un núcleo a nuestra Tierra hueca para generar el campo magnético del que disfrutamos. Incluso podríamos dotarle de suficiente masa como para arreglar nuestro pequeño problema de materiales y explicar la fuerza de la gravedad en la superficie. Hasta ahí ningún problema”, dijo, mientras buscaba posibilidades.

“Ahora, olvídese de la civilización interior. Si ya antes se tiraban meses yendo a recoger la dichosa pelota de fútbol cada vez que alguien la sacaba del campo, ahora su situación es peor: el núcleo de hierro sobre sus cabezas, un inmenso océano de hierro fundido, tiraría de ellos con mucha más fuerza que la que les pega al suelo por la débil fuerza centrífuga. Por lo que, caerían cual Gollum al magma del Monte del Destino”, expuso tajantemente.

“Pero eso no es lo peor, bueno, para ellos sí. Imaginen la situación. Un núcleo de hierro esférico en el centro, rodeado por aire, o vacío, casi mejor, y una corteza enorme, de 6300 Km. de radio y 12 Km. de espesor, sobre la cual vivimos nosotros, felices en nuestra ingenua creencia de que la Tierra es una esfera de roca. ¿Por qué no cae la corteza sobre el núcleo? Pues porque está perfectamente centrada sobre él, de forma que la gravedad que actúa sobre un lado se compensa perfectamente con el otro, que está exactamente a la misma distancia. ¿O no?”, prosiguió dictando cátedra.

“Antes mencionamos la Luna. Ésta, también tira de nosotros. Y hay un lado de la corteza que le queda más cerca que el otro. La Luna deformaría la corteza y rompería el delicado equilibrio de fuerzas que nos habíamos montado, de manera que la corteza caería irremisiblemente sobre el núcleo de hierro fundido”, falló convencido el hombre de ciencia.

“¿Cómo se soluciona esto?”, preguntó entonces el físico a los presentes, para luego concluir: “Pues, no sé a ustedes, pero a mí solo se me ocurre una manera: llenando de roca el espacio intermedio entre la corteza y el núcleo. Es decir, volviendo a nuestro aburrido pero eficaz modelo, según el cual la Tierra no es para nada un planeta hueco”.

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