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Earl “The Goat” Manigault, una de las tantas historias de las que ha sido testigo el Holcombe Rucker Park de Harlem
Earl “The Goat” Manigault, una de las tantas historias de las que ha sido testigo el Holcombe Rucker Park de Harlem

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Si algún visitante preguntara dónde puede encontrar uno de los lugares más típicamente “americano” de los Estados Unidos, de seguro, serían guiados hacia Wall Street, a Silicon Valley o a la cancha de baloncesto del mítico Holcombe Rucker Park.

Un impresionante parche de asfalto, pintado de verde, y escondido entre algunos de los edificios más altos del barrio de Harlem.

Durante la última década, los torneos de verano celebrados en su cancha, ubicada entre la calle 155 y la Octava Avenida, a un paso del río East en el sur del Bronx, han visto el desfile de estrellas como Lebron James, Kobe Bryant, Joakim Noah, Lamar Odom, Jamal Crawford, Vince Carter y Ron Artest, jugando en su pavimento.

Sin embargo, la mayor parte de las noches de verano, la cancha está ocupada por desconocidos, la gran mayoría afroamericanos, estudiantes de secundaria y veinteañeros.

Los espectadores se sientan en sus gradas de aluminio para disfrutar de la acción, en las bochornosas noches de estío, como una actividad más y, en todo caso complementaria, a sus amenas charlas entre amiguetes.

Detrás de todo esto, Rucker Park es un laboratorio vivo, donde los hilos dispares del baloncesto se han unido y se ha logrado jugar al unísono: el juego de equipo poco estructurado, inventado por James Naismith, y el improvisado y asombroso estilo, que equipos afroamericanos, como los Harlem Globetrotters, han creado.

Tan sólo un pequeñísimo puñado de estos jugadores llegará a tener una carrera en el baloncesto universitario o, incluso, en la NBA. La mayoría de ellos, lo más lejos que han de llegar, será a ese mágico instante de dejar una huella indeleble en los ojos de todos aquellos que han venido hasta aquí, a observarles, en esta cancha.

La influencia de Naismith se aprecia fácilmente en el hombre responsable de todo ello, Holcombe Rucker, nacido en Harlem en 1926 en el seno de una familia humilde. En la escuela secundaria, se convirtió en una estrella del baloncesto, antes de unirse al ejército durante la II Guerra Mundial. Regresó a la ciudad en 1946, convertido en un hombre serio y encontró trabajo como supervisor de campos de juegos en el Departamento de Parques de la ciudad.

Rucker, también fue entrenador de baloncesto en Santa Cruz, una Iglesia episcopal en Harlem. En 1947, al percatarse que muchos niños no tenían nada que hacer durante el verano, promovió un torneo de baloncesto al aire libre. Sus objetivos eran sencillos: pensó que a través de este deporte podría proporcionar estructura, inculcar disciplina y, sobre todo, mantener a los niños fuera de las calles.

En sus primeros años, el torneo se celebró en un parque entre la calle 128 y la Séptima Avenida. Rucker llegó una mañana temprano, tomó asiento en un banco del parque y supervisó los juegos durante las próximas 15 horas. Mientras tanto, se convertiría en mentor de los niños, comprobando sus tareas y exhortándolos a hacerlo bien en la escuela. Durante años, ayudó a cientos de ellos a obtener becas universitarias. Su lema era: “Cada uno enseña a uno”.

En esos momentos, Harlem era pobre, se hallaba segregada y excluida del auge económico de la posguerra que el resto del país estaba disfrutando. Incluso para las personas que habían seguido todas las reglas, la ruta hacia el progreso era difícil y estrecha. James Baldwin, plasmó esta situación en 1957 en uno de sus cuentos, “Sonny Blues”, que muestra un Harlem esencialmente aislado del resto de la ciudad por el muro de la discriminación.

La historia es narrada por un maestro de escuela africano-americano que trabaja en Harlem, un hombre que ha hecho todo “bien”, pero que aún advierte como su vida se ve limitada. En lucha constante contra sus propios sentimientos hacia su hermano, Sonny, un músico que logra la liberación temporal a través del uso de la heroína y la improvisación del jazz.

Del mismo modo, la novela seminal de Ralph Ellison, “El hombre invisible”, gira alrededor de la idea de que la comunidad afro-americana es inexistente para la sociedad de los blancos; una no-persona explotada como mano de obra servil que luego es relegada de nuevo al oscuro gueto del que salió.

La mayoría de los niños que crecían en Harlem en la década de los cincuenta, incluyendo aquellos que jugaban en los torneos de Holcombe Rucker, tendrían que luchar por todo en la vida. Así, mientras Rucker predicaba paciencia, trabajo duro y disciplina, los juegos en sí eran momentáneas posibilidades de trascender y elevarse muy por encima de las calles de Harlem.

Es aquí, donde la idea de que la disciplina aprendida en la cancha se podría extrapolar a la vida fuera de ella, se complica. Una cosa es jugar al baloncesto en la escuela secundaria, tener una fácil transición a la universidad y luego lograr un puesto de trabajo en la América corporativa al otro extremo. Pero, si esta vía no está disponible de manera cómoda, entonces hay que improvisar.

“Así como el baloncesto blanco fue modelado y regimentado como la vida que les esperaba a sus jugadores”, comentó Kareem Abdul-Jabbar al escribir sobre los partidos del torneo de Rucker, “el juego de patio de los colegios negros, exigía el fulgor, la astucia e imprudente brillantez individual que cada hombre iba a necesitar en el mundo al cual tendría que hacer frente”

Ese brillo y esa astucia, también se hicieron evidentes en Holcombe Rucker. Cuando el Departamento de Parques de la ciudad decidió no financiar el torneo en sus inicios, Rucker se dirigió a un corredor de apuestas deportivas, llamado John “Twenty Grand” Hunter, que solícitamente aportó el dinero necesario para la equipaciones y el transporte. La realidad de la vida en Harlem significa que incluso un hombre de altos ideales, como Rucker, a veces tenía que hacer la vista a un lado para poder avanzar.

Rucker continuó organizando el torneo hasta su temprana muerte por cáncer, a los 38 años en 1965; y éste, ha sobrevivido en su honor. Con el paso de los años, el torneo se ha visto engalanado con las apariciones de grandes jugadores como Dr. J (Julius Erving), Connie Hawkins y Wilt Chamberlain.

También ha habido una serie de jugadores que alcanzaron gran notoriedad en las calles de Harlem, pero que nunca lograron ir más allá. Nombres venerados, como los de Richard “Pee Wee” Kirkland, Herman “Helicopter” Knowlings y Joe “The Destroyer” Hammond. Representan el otro lado de la ecuación, aquellos individuos con talentos sin precedentes que no fueron capaces de aprovecharlos como trampolín para salir de sus miserias. El más importante de todos ellos, es el de Earl “The Goat” Manigault, nacido en 1944 y tutelado personalmente por Holcombe Rucker en su niñez.

Aunque sólo medía 1,85 de alto, Manigault tenía un salto vertical superior al metro. Se atribuía a sí mismo la invención del mate “Tomahawk”, al girar el balón detrás de su cabeza con las dos manos y machacar el aro durante uno de sus partidos. También solía realizar el “doble Dunk”, en el que interceptaba el balón con una mano, luego lo agarraba con la otra para terminar marcando una espectacular canasta. Y todo ello, antes de volver a tocar tierra.

En una historia narrada en la obra clásica de Pete Axthelm, “The Game City”, Manigault es descrito dirigiéndose al aro entre dos defensas mucho más altos que él. En el momento decisivo, al estos saltar a uno y otro lado de él para encajonarle, “la cabra” realiza una increíble cabriola y simplemente se eleva, más y más, hasta sobresalir sobre ambos para atrapar el balón con las dos manos. La multitud estalla en una aclamación tan fuerte, que el juego tiene que ser detenido durante más de cinco minutos.

Cuando niño, Manigault practicaba su juego junto a Kareem Abdul-Jabbar. Pero, mientras que éste fue excepcional por su tremenda disciplina, el hombre que una vez fue llamado “el mejor jugador de baloncesto de su estatura en la historia de la ciudad de Nueva York”, era mucho menos centrado y bastante más falible.

Manigault, fue echado de su equipo de baloncesto de la escuela por fumar marihuana en el vestuario, una acusación que él siempre negó. Temeroso de no poder manejar la carga de trabajo de una gran universidad, el jugador se decantó por una pequeña universidad negra de Carolina del Norte, pero se retiró después de un año. Mientras que Kareem ganó tres títulos de la NCAA con la UCLA, la cabra volvió a las calles de Harlem haciéndose adicto a la heroína. En 1969, Manigault fue arrestado con cargos por drogas y fue enviado a prisión durante 16 meses.

Al año siguiente, cuando Manigault tenía 25, el propietario del ABA’s Utah Stars leyó sobre él y le ofreció una prueba. Fatalmente, poco antes, la cabra sufrió un tiroteo. El equipo no quiso saber nada más de él.

En Nueva York, Manigault comenzó un torneo de baloncesto para niños, pero fue enviado a la cárcel por dos años en los setenta por intento de robo. Tras ser liberado, se mudó a Carolina del Sur para alejarse de las tentaciones de la ciudad. Finalmente regresó y trabajó, inspirado en el ejemplo de Holcombe Rucker, como mentor de niños a través de programas dedicados a la juventud. La cabra murió de un ataque cardíaco en 1998, tenía 53 años.

Es difícil saber que tan bueno era realmente Manigault. Aparentemente, no existe ningún vídeo de él jugando al baloncesto en sus inicios. Esta falta de documentación habla de lo apartado que Harlem y otras comunidades negras estaban del radar principal en la década de los 60.

También ayuda a explicar la leyenda de Manigault, el que su vida sigue siendo un cuento con moraleja, y un recordatorio de todo el talento y potencial humano desperdiciado en las partes más inhóspitas de América. “Por cada Michael Jordan, hay un Earl Manigault”, declaró “la cabra” a The New York Times en 1989, cuando tenía 44 años. “Todos no podemos lograrlo. Alguien tiene que fallar. Ese, soy yo”.

Durante un tiempo, sin embargo, Manigault trascendió su entorno y atrajo a los demás hacia él. “Decepcione a miles de personas”, dijo. “Pero no soy nada falso. Y hubo un tiempo en el que le di a la gente lo que ellos querían”.

A diferencia de Wall Street y de Silicon Valley, esos otros enclaves “all-american” de la ambición implacable y del ingenio tecnológico, aquí no hay operaciones de rescate. Y, segundas oportunidades, en el Rucker Park, muy pocas.

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