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“The Clown Inside (Salvador Dalí)” de Francesco Lorenzetti
“The Clown Inside (Salvador Dalí)” de Francesco Lorenzetti

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En el nombre estaba ya inscrita su tarea: el “salvador” de la pintura; aquel que deseaba hacer lo que nadie quería, esto es, pintar y pintar bien. A la postre, derivó en el pantano de lo pompier, encarnando la condición del perfecto “putrefacto”.

Llegó tarde a casi todo, aunque sus relojes blandos daban la hora exacta. Su delirio paranoico-crítico tuvo la virtud ambigua de dar una nueva vitalidad al surrealismo cuando ya mostraba rasgos epigónicos.

Era el perfecto espécimen español. Construyó, eso no se puede poner en duda, un personaje raro y con ribetes de patetismo superlativo; utilizó el escándalo como estrategia, sin tener miedo cuando realmente era necesario el acentuar la pose esnobista.

Incluso sus palmeros oficiales, los apoltronados miembros de la selecta Academia Francesa, elogiaron su “sinceridad en la inmodestia o la inmodestia en la insinceridad”.

Puede que el descomunal narcisismo que proyectaba más allá de la geometría euclidiana no fuera otra cosa que una ración secreta de pánico o la conciencia de que todo estaba a punto de revelarse como broma de mal gusto.

El hijo de un notario que pretendía aparecer en escena como el héroe de la lucha edípica tenía una formula crucial con la que marcar su gran singularidad: “La única diferencia entre un loco y yo, es que yo no estoy loco”.

Tenía la gracia oculta entre sus sentaderas. Basta con recordar su obsesión hitleriana que, entre otras lindezas, le reportó la reprobación del papado surrealista o su éxtasis genial, que le llevaba a comparar sus peculiares bigotes con los sindicatos verticales.

En su crónica de genialidad eterna revela que sus cagaditas tienen forma de cuerno de rinoceronte, apenas apestan y están a punto de transustanciarse en suculenta miel. La mierda de artista premanzoniana servía para justificar, desde el rollo “alquímico”, el perfecto mote de “Avida Dollars”.

El último y único surrealista no era, aunque lo pareciera, un cretino, sino un maestro en la táctica de escandalizar a monjitas y otros sotanosaurios de estricta observancia vanguardista. Sus “juegos lúgubres” no eran ni siquiera la manifestación de un perverso polimorfo: tenían la condición siniestra de taxidermia de la obscenidad.

Pretendía, como afirma sin cortarse un pelo en “Diario de un genio”, librar la batalla de “la conquista de lo irracional”, superando en todos los planos a Nietzsche, al que consideraba un hombre débil que había sucumbido a la locura.

Se tomó el surrealismo al pie de la letra y eso es lo que hace pensar que era muchísimo mejor escritor que pintor. “Me sentía dispuesto, declara tras dar cuenta de la fricción de su iconografía escatológica en el seno de la escolástica surrealista, a proceder con esa hipocresía mediterránea y paranoica de cuya perversidad conozco todos los secretos”. Había sacado la idea de su religión “sádica, masoquista, onírica y paranoica” de la lectura de Augusto Comte, lo que viene a confirmar que la filosofía del progreso conduce hacia la catástrofe.

Escribía calzado con apretadísimos zapatos de charol; zapateaba mientras ponía a caldo a Mondrian o mantenía la ancestral rivalidad mimética con Picasso. Reivindicó al retrógrado Meissonier, mientras culpaba a Matisse de delitos estéticos abstractos. Cuando decidió dejar de encolar cromos y pedazos de papel en sus lienzos, encontró la misión verdadera: “Pintar de forma auténtica”. Quería ponerlo todo en limpio e inventar su geometría metafísica, ya fuera haciendo crecer a Lenin nalgas de tres metros o flipando con la carne rolliza de Hitler, al que imaginaba con la más divina carne de una mujer de cutis blanquísimo. Su imaginario iba de lo truculento a la sublimación, sin pasar por el peaje de la indecencia moral.

“Me tocaba a mí pintar bien, cosa que no interesaba en absoluto a nadie”. Sin embargo el misticismo nuclear y la “suprema belleza” han conseguido hechizar a generaciones de sufrientes peregrinos del arte contemporáneo que por fin encontraban un delirante que no les tomaba el pelo. Alguien tendría que sacar partido de la baba que se acumula ante cuadros inequívocamente relamidos.

Si la belleza tenía que ser comestible, el menú degustación del imaginario paranoide tiene un exagerado saber dulzón y algunos manjares están podridos. Fantaseaba con una película, La carretilla de carne, en la que haría que cinco grandes cisnes repletos de granadas estallaran, o cien gitanos españoles despedazaran un elefante en Madrid, sin que faltaran Nietzsche, Freud, Luis II de Baviera y Karl Marx cantando con virtuosismo sus doctrinas, en réplicas por turno, acompañados por la música de Bizet.

Con frecuencia, el rastro del trance eran los calzoncillos mojados. El gran masturbador se cansó pronto de la fealdad que había sentado en sus rodillas. Sabía que lo único de lo que el mundo jamás tendrá suficiente es la exageración.

Era un viejo cornudo del arte moderno que, aunque se había prohibido representar una payasada, encarnó un personaje ridículo en su “genialidad”, millonario y sin herencia. “Cada mañana experimento un placer supremo del que hasta hoy no me he dado del todo cuenta: el de ser Salvador Dalí, y me pregunto maravillado, qué cosa maravillosa le reserva el día a Dalí”.

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